TITULO: "UN LUGAR AL QUE PERTENECER"
AUTORA: MARÍA DOLORES DÍAZ CEJUDO
Cuando llegó ya se había marchado. “Maldita sea”, pensó. Recorrió la estancia con lentitud. Observaba fijamente cada uno de los objetos y muebles. El polvo se acumulaba en cada rincón, incluso se permitía el lujo de revolotear a su antojo en los rayos de luz que atravesaban las pesadas cristaleras. El desorden también campaba a sus anchas. Los libros se amontonaban aquí y allá. Los objetos estaban esparcidos; unos apretujados en las estanterías, otros dejados en soledad sobre el suelo o las alfombras, algunos incluso dejados en equilibrio en los salientes de las ventanas… A Ka le parecía casi un sacrilegio todo aquello. Los objetos de ese valor debían ser conservados como se merecían. No tardó mucho en ponerse a recoger. De todos modos no tenía mucho más que hacer mientras ese hombre volvía. Hacía años que le buscaba y la paciencia se había convertido en su aliada.
Solía permanecer ocupada durante sus largas esperas. Había descubierto que era lo mejor para no perder la cordura. En los pocos años que tenía de vida, veintiuno recién cumplidos, había aprendido que una rutina le alejaba de los pensamientos demoledores que terminaban haciendo sucumbir hasta la mente más lúcida. Por eso se esmeraba con cada tarea por pequeña que fuera. Y recoger, ordenar y clasificar todos aquellos objetos no era precisamente algo liviano y rápido. Desde muy pequeña esa entrega la había mantenido ocupada, el tiempo suficiente como para evitar ser blanco de burlas en la escuela. Ahora cuando hacía memoria aún se sorprendía por cómo había conseguido dejar a un lado la sensación tan desagradable que le producía el movimiento. Su propio movimiento era algo desconcertante para ella. En el refugio escuela, al que había ido a parar siendo un bebé, se habían dado cuenta rápidamente que esa niña no era como los demás. Todos los bebés lloraban cuando los soltaban en las cunas. Sin embargo Katrina, Ka, lloraba si la cogían. Si la obligaban a incorporase o la cogían para mecerla se ponía frenética. Su llanto se oía por todo el edificio con tanta intensidad que al final terminaban dejándola de nuevo entre las mantas. Nunca se quejaba ni intentaba balancearse ni emitía ningún ruidito de bebé. Muchas veces las enfermeras iban a verla al final del día cuando recordaban que no la habían cambiado y, avergonzadas, la bañaban a escondidas y le daban un biberón que, la mayor parte de las veces, no estaba ni caliente. Los bebés se adoptaban con facilidad pero ella era descartada nada más verla ya que, los posibles padres de adopción, creían que tenía alguna enfermedad. Y sin embargo parecía un bebé feliz. Tardó muchísimo en andar pues lo que más le gustaba a Katrina era quedarse inmóvil. Parecía encantada e incluso se le iluminaba la cara cuando la dejaban sentada junto a la ventana. Allí pasaba el día entero. Era una preciosidad, una belleza que atraía la atención de todas las parejas que visitaban el centro. Su pelo rubio y ondulado, su piel blanca como el mármol, sus cachetes rosas, sus pequeños labios, sus ojos azules como el cielo de primavera, sus pequeñas manitas… Era una preciosidad inmóvil que gritaba como una fiera si alguien osaba tocarla, así que rápidamente se apartaban de ella dejándola sola, como a ella le gustaba. Pero la magia se rompió cuando los niños de su alrededor, más mayores con el paso del tiempo, empezaron a pellizcarla a tirarle de las trenzas o a darle patadas. La deliciosa quietud en la que se encontraba dejó pasó a la sensación de sentirse en el centro de la pista del circo y sus pensamientos de paz se tornaron atormentadas ideas que la torturaban día y noche. Así que, desde ese momento, a escondidas y con mucho esfuerzo comenzó a luchar contra la inmovilidad de su cuerpo, repitiéndose que algún día encontraría la forma de volver a sentir aquella felicidad.
Los años pasaron y su tenacidad la convirtió en una trabajadora eficiente. Siempre seguía las rutinas con tesón y añadía nuevas tareas en cuanto tenía oportunidad. Se despertaba antes de que saliera el sol y se acostaba siempre la última. Así se aseguraba de no ser blanco de ninguna pillería de sus compañeros. Como no se relacionaba con nadie y no hablaba nunca los médicos le habían diagnosticado una rara enfermedad mental que a Katrina le había dado la oportunidad de librarse de las clases siempre que quería. Su tarea principal estaba en la biblioteca. Pasaba tantas horas ojeando y leyendo cada página, ordenando cada libro que aprendió muchísimo más de lo que nadie podía imaginar. Al cumplir la mayoría de edad y dado que tenía acceso a todas las instalaciones, no tuvo problemas en coger todos los informes y documentos que tenían sobre ella y salir por la puerta, desapareciendo para siempre. Nunca dieron aviso a las autoridades puesto que era una persona con la que nadie podría relacionarles si ocurría alguna cosa. Así que nadie volvió a mencionarla jamás.
La información sobre su procedencia dejó a Katrina con muchos interrogantes. Había sido encontrada con apenas tres meses de edad a las afueras de un pequeño pueblecito un día después de que se marchara una feria ambulante. Al parecer había pasado la noche a resguardo entre unos matorrales y hubiera muerto si un buscador de setas no hubiera ido al amanecer a revisar los alrededores. La niña en ningún momento lloró ni se movió. Al principio incluso creyeron que estaba muerta pero al acercar un dedo para comprobar si vivía, lo había chupado con ansia.
Desde ese momento Ka había empeñado todo su tiempo en buscar aquella feria. Tenía la seguridad absoluta que ella pertenecía a esa feria pero de una manera muy diferente a lo que cualquier persona podía suponer. Ella no se sentía en absoluto relacionada con funambulistas o domadores, mujeres barbudas o contorsionistas. Era algo muy distinto, ella se sentía parte de esas exhibiciones pero de otra manera. Imposible de explicarlo se frustraba y desesperaba por no encontrarla. Las indagaciones le habían hecho descubrir que era algo especial; era “La Feria de las Extraordinarias Maravillas” y aunque la buscó con ahínco, resultó haber desaparecido. Parecía ser que los espectáculos eran tan extraordinarios que aquellos que la visitaban exageraban sus explicaciones sobre lo que en ella se podía ver. Algunos hablaban de seres mágicos y encantamientos, otros de extrañas desapariciones… Pero nadie podía demostrar que aquellas historias fueran ciertas ya que a la mañana siguiente la feria ya no estaba allí.
Dos años más tarde encontró la pista del que parecía haber sido el encargado de presentar cada uno de los espectáculos. Durante el siguiente año le persiguió por todos los mercados de antigüedades y muestras mientras recopilaba más historias fantásticas sobre la feria. Nunca llegó a tiempo y el anciano, pues lo era a esas alturas, siempre se había marchado antes de que ella llegara. Pero esta vez era diferente, este era el lugar al que el hombre traía todos los objetos que compraba, intercambiaba o incluso sustraía. Ya estaba a punto de encontrar lo que buscaba y no pensaba moverse de allí.
Estaba agotada cuando terminó de limpiar y ordenar cada rincón de aquel enorme lugar. Estos últimos días de espera habían despertado en ella la necesidad de parar. Y no parar un rato a descansar. Algo en ella sabía que parar definitivamente estaba muy cerca. No sabía qué era lo que la incitaba a sentarse y a disfrutar de la quietud pero la titánica lucha que llevaba a cabo para moverse estaba llegando a su fin. Con ese pensamiento escuchó el sonido de la campanilla de la puerta y el anciano la atravesó inmerso en un batiburrillo de pensamientos. La miró con sorpresa mientras se fijaba en lo recogido que estaba el lugar. Se acercó para observarla mejor y entonces sus ojos se abrieron exageradamente mientras una enorme sonrisa de satisfacción se instalaba en su arrugado rostro. Entonces cruzó la estancia en dirección a las vitrinas, tanteó la pared con sus dedos artríticos y movió un ladrillo lentamente. Del hueco que había detrás extrajo una cajita de madera con una ilustración preciosa pintada a mano y al abrirla le dijo: -Vuelve, querida, a donde perteneces. -Ella le sonrió entendiendo al instante lo que él le pedía y se sentó al tiempo que el viejo sacaba una matriuska del interior y la abría para mostrarle que faltaba la última figura.
Un pequeño brillo de luz parpadeó en los ojos de Katrina y una gran sonrisa se dibujó en su rostro cuando, por fin, inmóvil, vio como el anciano empezaba a cerrar sobre ella las partes de la matriuska previamente desmontada. Cuando cerró la tapa de la caja la inscripción bajo la pintura quedó al descubierto: “Las extraordinarias matriuskas mágicas”
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